Hace unos años lo comentaba en una tertulia. Mientras no tengamos hijos de inmigrantes en nuestra selección nacional de fútbol no nos acostumbraremos a ver normal el fenómeno migratorio. Mientras eso no ocurra no se dará en los ambientes sociales la normalidad de la mezcla.
Como ya, desde hace tiempo, ocurre en Holanda, Alemania, Francia y otros donde es normal que jugadores de color y de otros países se mezclen, como nacionales más, defendiendo los colores de un país europeo.
A éstos, y los que ya juegan en equipos nacionales de cualquier división, conservando aún su nacionalidad, no se les llama inmigrantes, sino galácticos. Y todos reciben semana tras semana los aplausos de su público, o las reprobaciones si no jugasen bien. Pero ya no por ser de otro país, sino por no saber utilizar la técnica correspondiente en el momento oportuno.
El ejemplo clásico es Zidane, retirado del fútbol activo. Hijo de argelinos, cuyos padres hasta hace un par de años al menos no podían votar en Francia, ha sido y sigue siendo todo un héroe nacional. Y no deja de ser un inmigrante más. Eso sí, futbolista. No ha tenido que pasar por los tomateros ni por zafra alguna. Ni tampoco por años de espera y largas colas ante una oficina gubernativa para conseguir sus papeles.
Algo similar nos recordaban hace ocho días desde los medios que le había pasado a Sunny. Hace poquitos años jugaba descalzo en Lagos. Cuando pisó Europa un agente sin escrúpulos le embaucó en el aeropuerto de París. Después de muchas peripecias llegó a Madrid. Y un representante de futbolistas le descubrió en un amistoso de nigerianos contra el Rayo Vallecano. De ahí al Ejido donde ha sido descubierto para la selección sub 19 nacional, porque ya tiene su pasaporte. “Dentro de pocos años, habrá tantos en la selección como hay ya en la francesa”, es el pronóstico del seleccionador nacional actual.
El mundo del deporte, tan lleno no solo de esfuerzos personales sino de toda una gama de valores humanos, se nos presenta de nuevo como la puerta de la esperanza para poder construir una sociedad tolerante, donde todos los diferentes podamos –porque todos somos diferentes en algo- ser iguales.
Nuestros chavales ya juegan junto con los de otros países en los patios de los colegios y en las canchas de los barrios. Otro mundo está amaneciendo. Ojalá los adultos no pongamos cortapisas para que siga fluyendo.
Como ya, desde hace tiempo, ocurre en Holanda, Alemania, Francia y otros donde es normal que jugadores de color y de otros países se mezclen, como nacionales más, defendiendo los colores de un país europeo.
A éstos, y los que ya juegan en equipos nacionales de cualquier división, conservando aún su nacionalidad, no se les llama inmigrantes, sino galácticos. Y todos reciben semana tras semana los aplausos de su público, o las reprobaciones si no jugasen bien. Pero ya no por ser de otro país, sino por no saber utilizar la técnica correspondiente en el momento oportuno.
El ejemplo clásico es Zidane, retirado del fútbol activo. Hijo de argelinos, cuyos padres hasta hace un par de años al menos no podían votar en Francia, ha sido y sigue siendo todo un héroe nacional. Y no deja de ser un inmigrante más. Eso sí, futbolista. No ha tenido que pasar por los tomateros ni por zafra alguna. Ni tampoco por años de espera y largas colas ante una oficina gubernativa para conseguir sus papeles.
Algo similar nos recordaban hace ocho días desde los medios que le había pasado a Sunny. Hace poquitos años jugaba descalzo en Lagos. Cuando pisó Europa un agente sin escrúpulos le embaucó en el aeropuerto de París. Después de muchas peripecias llegó a Madrid. Y un representante de futbolistas le descubrió en un amistoso de nigerianos contra el Rayo Vallecano. De ahí al Ejido donde ha sido descubierto para la selección sub 19 nacional, porque ya tiene su pasaporte. “Dentro de pocos años, habrá tantos en la selección como hay ya en la francesa”, es el pronóstico del seleccionador nacional actual.
El mundo del deporte, tan lleno no solo de esfuerzos personales sino de toda una gama de valores humanos, se nos presenta de nuevo como la puerta de la esperanza para poder construir una sociedad tolerante, donde todos los diferentes podamos –porque todos somos diferentes en algo- ser iguales.
Nuestros chavales ya juegan junto con los de otros países en los patios de los colegios y en las canchas de los barrios. Otro mundo está amaneciendo. Ojalá los adultos no pongamos cortapisas para que siga fluyendo.
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