El País, IGNACIO SOTELO, 2008-03-07
En Alemania viven tres millones de turcos. Empezaron a llegar en 1961, cuando la construcción del muro de Berlín cortó el flujo de los millones provenientes de la Alemania oriental, sin los que el milagro alemán no hubiera sido posible. Para que los salarios no se desbocaran, frenando el crecimiento económico, hubo que importar a la mayor brevedad mano de obra extranjera. Pero, ¿por qué, precisamente, turcos?
Fue una imposición de Estados Unidos. La expulsión de parte de la población rural en paro creciente, junto con las remesas que enviarían a sus familias en Anatolia, contribuirían a estabilizar a un aliado esencial en la frontera con la Unión Soviética. Los alemanes se desentendieron de las grandes diferencias culturales con la vana esperanza de que permanecerían sólo el tiempo que los necesitasen. Los llamaron “trabajadores invitados”, un eufemismo que justificaba mantenerlos aislados del resto de la población hasta el día del regreso.
De los tres millones de turcos, la mitad vive en Alemania desde hace más de 20 años. Aunque un tercio haya nacido en este país, la mayor parte de los 800.000 que se han nacionalizado lo han hecho a partir de la segunda mitad de los noventa, cuando hubo que reconocer que los huéspedes se quedaban para siempre. Se tardó 30 años en caer en la cuenta de que era imprescindible una política de integración que, como mínimo, extendiese el dominio del alemán entre la población turca y, según se fueran adaptando a la cultura alemana, se les concedería la nacionalidad.
Mientras hubo trabajo para todos, las comunidades turcas, volcadas hacia el interior, pasaron inadvertidas. Con el paro la xenofobia ha ido en aumento, llegando los neonazis a actos de violencia. Los turcos reaccionaron al acoso, recalcando la propia identidad. Se ha extendido el uso del pañuelo, que hace 30 años no llevaba ninguna mujer turca, fortalecida la fe islámica de una población de origen campesino que no pudo, ni tal vez supo integrarse. Hoy el rasgo socio – cultural distintivo es una tasa de desempleo muy superior a la de la población alemana, teniendo muchos desde fuera la impresión de que los turcos se acostumbran bien a vivir del subsidio del desempleo en los barrios que colonizan, a los que proporcionan un atractivo aire oriental. Las comunidades turcas viven separadas del resto de la población, con sus tiendas, bares y programas de televisión, algo que confirma el dato escalofriante de tan sólo un 4% de matrimonios turco – alemanes.
En Ludwigshafen arde una casa en la que viven turcos, muriendo nueve, de los que cinco son niños. La opinión turca está convencida de que han sido víctimas de otro ataque xenófobo, y el Gobierno, convirtiéndose en defensor directo de la población turca en Alemania, cuestiona la objetividad de las autoridades alemanas y exige intervenir en las pesquisas. El primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, acude a Alemania para repatriar los cadáveres. El 10 de febrero convoca en Colonia un mitin multitudinario, al que acuden turcos de toda Alemania y países vecinos. Erdogan exige la integración, es decir, la nacionalidad alemana, con los derechos sociales y políticos del resto de los alemanes, pero denuncia “la asimilación como un crimen contra la humanidad”.
El mayor crimen que se puede cometer contra la población turca en Europa es tratar de asimilarla, despojándola de su lengua, religión y cultura. Con los mismos derechos que los demás – integración – el turco ha de permanecer consciente de su identidad nacional y religiosa en una Europa multicultural, sabiendo que Turquía es, y ha de seguir siendo, su punto de referencia.
Para mantener incólume la identidad de sus connacionales, Erdogan llegó a pedir colegios, y hasta universidades que enseñen en turco. Aconseja a sus compatriotas que aprendan alemán para comunicarse en el trabajo, pero en ningún caso deben perder la lengua y la cultura turcas.
Hasta ahora Turquía ha estado partida entre un nacionalismo laico, propio de los sectores urbanos más desarrollados, y un islamismo tradicional en el que se ha refugiado la población rural más desfavorecida. Con el afán de refundar la Turquía moderna, Erdogan, nuevo “padre de la patria” (Atatürk), trata de unir islamismo y nacionalismo: permite el pañuelo en la universidad, a la vez que refuerza el nacionalismo que encarna el Ejército con su intervención en Irak. En la Europa comunitaria en la que pretende entrar, cuenta ya con cinco millones, principal ariete de una política turca, convencida de que vuelve el momento de su recuperación imperialista.
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