Hithem Abdulhaleem
En Oriente Próximo -una expresión occidental tan linda como paradójica- nos hemos acostumbrado a anticipar los acontecimientos con pesimismo. No es que seamos fatalistas, sino porque esta tendencia de vislumbrar el aspecto más desfavorable de las cosas se ha convertido en un mecanismo de defensa que ayuda a prepararnos psicológicamente frente al porvenir. Además, lo hacemos de esta forma porque sabemos que siempre aparecerá quien se encargue de cumplir con nuestros presagios por muy desatinados y fatídicos que sean. El caso es que a menudo acertamos. Bromas aparte, lo cierto es que acabamos dándonos cuenta de las nefastas consecuencias de esta realidad que, en este comienzo de siglo, sigue mostrándose sin indicios enjundiosos que hagan que nuestras perspectivas al respecto den un giro. Al contrario, nunca se han conjuntado tantos elementos capaces de hacernos temer lo peor. Y ¿qué es peor que una nueva guerra y a gran escala en Oriente Próximo en la que se ven involucrados varios países de la zona y nuestro gran vecino EE.UU. a la cabeza? Digo vecino porque resulta difícil podernos imaginar que este país norteamericano, siendo un actor omnipresente en el panorama político de la región, se encuentra a más de 15.000 kilómetros de distancia. Da la impresión de que compartimos con él fronteras, calles y hasta nuestras casas
En la sociedad occidental bastantes son las voces que constantemente advierten de la próxima guerra y que se empecinan en denominarla, a veces, guerra entre democracia y terrorismo y, otras veces -lo que es aún más disparatado-, guerra entre los valores de Occidente y entre Oriente representado por el islam. En la sociedad árabo-islámica les devuelven el cumplido: para ellos sería más bien una confrontación entre la arrogancia y la futilidad occidental y entre la justicia y las virtudes orientales. Son visiones contrapuestas dominadas por una perspectiva binaria y embaucadora que nos implica absolutamente a todos nosotros, los de aquí y los de allí, sin tener en cuenta que la mayoría tenemos una percepción distinta de la relación entre estos dos espacios culturales, dimensionamos la diferencia existente de otra manera y estamos a favor del entendimiento y la comprensión. Pero, si los discursos de los alarmistas e insidiosos parecen más numerosos y capaces de provocar más efecto, esto no será porque sus planteamientos sean coherentes e irrebatibles, sino porque manipulan nuestro miedo y chantajean con nuestras conciencias.
En Oriente Próximo -una expresión occidental tan linda como paradójica- nos hemos acostumbrado a anticipar los acontecimientos con pesimismo. No es que seamos fatalistas, sino porque esta tendencia de vislumbrar el aspecto más desfavorable de las cosas se ha convertido en un mecanismo de defensa que ayuda a prepararnos psicológicamente frente al porvenir. Además, lo hacemos de esta forma porque sabemos que siempre aparecerá quien se encargue de cumplir con nuestros presagios por muy desatinados y fatídicos que sean. El caso es que a menudo acertamos. Bromas aparte, lo cierto es que acabamos dándonos cuenta de las nefastas consecuencias de esta realidad que, en este comienzo de siglo, sigue mostrándose sin indicios enjundiosos que hagan que nuestras perspectivas al respecto den un giro. Al contrario, nunca se han conjuntado tantos elementos capaces de hacernos temer lo peor. Y ¿qué es peor que una nueva guerra y a gran escala en Oriente Próximo en la que se ven involucrados varios países de la zona y nuestro gran vecino EE.UU. a la cabeza? Digo vecino porque resulta difícil podernos imaginar que este país norteamericano, siendo un actor omnipresente en el panorama político de la región, se encuentra a más de 15.000 kilómetros de distancia. Da la impresión de que compartimos con él fronteras, calles y hasta nuestras casas
En la sociedad occidental bastantes son las voces que constantemente advierten de la próxima guerra y que se empecinan en denominarla, a veces, guerra entre democracia y terrorismo y, otras veces -lo que es aún más disparatado-, guerra entre los valores de Occidente y entre Oriente representado por el islam. En la sociedad árabo-islámica les devuelven el cumplido: para ellos sería más bien una confrontación entre la arrogancia y la futilidad occidental y entre la justicia y las virtudes orientales. Son visiones contrapuestas dominadas por una perspectiva binaria y embaucadora que nos implica absolutamente a todos nosotros, los de aquí y los de allí, sin tener en cuenta que la mayoría tenemos una percepción distinta de la relación entre estos dos espacios culturales, dimensionamos la diferencia existente de otra manera y estamos a favor del entendimiento y la comprensión. Pero, si los discursos de los alarmistas e insidiosos parecen más numerosos y capaces de provocar más efecto, esto no será porque sus planteamientos sean coherentes e irrebatibles, sino porque manipulan nuestro miedo y chantajean con nuestras conciencias.
La relación de oposición mutua entre Occidente y Oriente está hasta la saciedad tratada en la literatura. El enfoque con el que se ha abordado se caracteriza por una tendencia tenebrosa y reduccionista bastante peculiar de destacar los aspectos más azarosos y siniestros de cada parte. Cierta información nos ha aportado, pero lo que ha podido conseguir realmente ha sido la propagación del miedo y de la desconfianza entre el gran público de estos dos mundos. De hecho, este miedo al diferente es exteriorizado e inquieta tanto a unos como a otros. Sin lugar a dudas, resulta que los demócratas que quieren imponer la democracia son tan peligrosos que los fundamentalistas radicales que pretenden imponer su versión del islam.
Es conveniente resaltar que las causas que sustentan la fractura son múltiples: desde la orilla norte del Mediterráneo, el temor actual está justificado principalmente por el riesgo de sufrir nuevos atentados terroristas y, quizás en menor medida, por los llamamientos y presuntos procesos demográficos de islamización de Europa; para la orilla sur, el sufrimiento constante causado por las políticas contradictorias relativas a la causa y a la ocupación de Palestina, la devastación de Irak (les duele el hecho de que la guerra se basó en una mentira y que el interés geoestratégico y el control del suministro del petróleo de la región fueron los verdaderos motivos), el apoyo a sistemas políticos ilegítimos y corruptos, la invasión de Afganistán, las preocupantes amenazas emitidas por la Administración Bush y algunos políticos europeos contra Irán y Siria, son algunas de las realidades que las personas de a pie están cargando con sus consecuencia y que incitan a tener miedo a un futuro de la zona poco alentador.
Se equivocan los que piensan que el islam como religión es una de las fuentes principales de la confrontación entre Oriente y Occidente. De hecho, hasta el fundamentalismo islámico, el moderado y que es mayoritario, aunque el lenguaje con el que suele expresarse es panegírico y poco autocrítico, pero al menos habla de la necesidad del diálogo intercultural y de la articulación de marcos más adecuados de la relación con Occidente. Así que, identificar al islam como el auténtico responsable, es una idea que, además de inicua y abusiva, hace que perdamos de vista el fondo político y las causas verdaderas de la mayoría de los conflictos. En definitiva, es el mito del que se nutren los paladines del llamado choque de civilizaciones. Hay que entender que la vuelta de un sector muy amplio de la sociedad musulmana a su bastión religioso en las últimas décadas, se debe a que ha podido constatar, entre otras razones, que el islam está puesto en el punto de mira de las superpotencias y ha sido declarado enemigo número uno tras la caída del muro de Berlín. De esta forma, el año que fue derrumbado, en 1989, se levantó otro muro frente al vecino del sur, el mundo árabo-islámico.
Los que están propagando el eslogan de amenaza islamista no son solamente estrategas políticos, especialistas o agentes del cuerpo de seguridad, llama la atención que junto a ellos se perfila también un nutrido grupo de profesores universitarios, académicos, escritores, cineastas, abogados, etc. Lo único que les importa es adoctrinarnos para vivir a la sombra del supuesto peligro que plantea el islam. Perciben el exterior como una amenaza en vigencia: el comunismo de la ex Unión Soviética era una amenaza, el auge de la economía India en la actualidad se ve con recelos, la unión de los países árabes, el programa de energía nuclear iraní y hasta los pantalones que fabrica China suponen un peligro. Son circunstancias que hacen pensar que este pensamiento en bloque relativo a la relación con el otro necesita también ser sometido a la exégesis y a las reglas del pensamiento crítico tan querido por Occidente.
Si Occidente desea armonizar su relación con el islam, o -si se quiere- competir de forma democrática con su expansión, y presentarse de nuevo ante los ojos del mundo como la fórmula más válida y creíble para atajar las perturbaciones de este planeta globalizado, tendría que desembarazarse de su mirada tan escéptica relativa a Oriente y seguir serena e imperturbablemente hacia delante con su proyecto ilustrado de progreso social y de liberación verdadera de la condición humana. Que ya tiene un gran y luminoso recorrido. * Es profesor colaborador en la Universidad de Deusto
Fuente: http://www.deia.com/es/impresa/2007/11/10/bizkaia/iritzia/415990.php
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